Un arrebato, un animal nocturno, un cuento esta vez, casi sólo una escena, para quien disfruta de los garabatos hechos de un sólo trazo:
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Abanderado color curry con un bambú largo y un trapo anaranjado avanzaba lento entre la multitud. Evitando que el palo vertical cayera, iba el tonto entre la gente.
Como zigzagueaba, nadie se percataba de que se dirigía al templo hasta que se detuvo entre los dos feroces leones de piedra blanca. Dejando caer levemente el palo, lo lanzó con furia hacia adentro, éste atravesó la puerta flameando el trapo anaranjado como una enorme flecha en llamas.
La furia lo encendió todo.
El trapo anaranjado de seda color shaolin se posó por un instante sobre las doscientas llamitas de aceite. Encendido con la misma, unica llama, el mismo color, incendiado, flotó como un dragón en el aire y trepó por falsas escaleras hasta el cielorraso de hojas de palmera. Desprendido ya del palo que lo cargaba estuvo danzando por el aire, embriagado, contagiando de fuego y risa al interior del templo, que poco tardó en iluminarse al caer las palmeras por el piso y dejar entrar la luz del sol a la vieja, permanente oscuridad de lo sagrado y lo secreto.
Nadie se preocupó por él. Nadie lo atajó. Nadie impidió que huyera loco, corriendo y tropezando con todo lo que pudo en el mercado. El daño estaba hecho. Todos en el pueblo corrieron al templo, pues las llamas y el humo de hojas secas, junto a la brisa saturada de incienso eran una llamada de auxilio inconfundible.
Los ancestros. Los deseos. Los perdones. Las súplicas. Las pasiones. Los secretos. Volaban en clarísimas figuras de humo. A la vista de todos. Inequívocas. Los perdonados vieron su perdón y caminaron con alivio. Los ancestros volvieron a sonreír y sus hijos y nietos sonrieron con ellos. Las súplicas ahogaron a los poderosos dejándolos de rodillas respirando cenizas. Los secretos se mostraron tal cual eran, sin pudores, y sus secretarios pudieron descansar livianos. Los deseos envolvieron a los deseados, elevándolos por el aire, quienes accedieron pues no había ya porqué negarse.
Y así todos, que habían corrido a enfrentarse al fuego voraz que probablemente destruiría todo lentamente, perdieron su prisa uno a uno. Se distrajeron en deseos, se alivianaron en sonrisas, se aflojaron en perdones. Se quedaron, cada vez mas cómplices, mirando crecer las llamas y agitarse el humo blanco mientras el templo se deshacía en cascotes liberando las desdichas y anhelos de generaciones.
Ya nadie corría.
Ya nadie gritaba.
Ya nadie decía.
Al templo.
Al fuego.
Ya nadie gritaba.
Ya nadie decía.
Al templo.
Al fuego.
Frente a dos feroces leones de piedra blanca flamea un trapo anaranjado color shaolín. Cuando alguien tiene un dolor, un secreto, lo grita fuerte erguido entre los leones, mirando al río, mas allá de los restos del templo, para que el valle lo escuche y se lo lleve río abajo.
Oscar Filevich, marzo 2019.